Nadira

NadiraNadira (nombre cambiado por protección) es una niña de 10 años que va al colegio.
Empezar un texto así podría parecer algo obvio, porque en nuestros países las niñas van al colegio, pero Nadira vive en Yemen, país en guerra desde hace más de 6 años y medio, donde más de 4 millones de niñas y niños no van a la escuela.
Las bombas las han destruido o las milicias las usan como arsenal de armas, o simplemente, la familia no puede mandarles al cole porque deben trabajar vendiendo o pidiendo por las calles.

Así que el hecho que Nadira esté yendo al colegio es algo extraordinario y maravilloso que es importante proteger. Además, para ella ir al colegio significa no solo el derecho a una educación, sino también la diferencia entre ser una niña o convertirse en esposa.

Ella y su hermano Mohamed van y vuelven cada día caminando a la escuela en la capital yemení, Sana’a, desde la lejana Wadi Ahmed, donde viven. Su familia no tiene dinero para el autobús. Apenas pueden pagarles algunas libretas y el uniforme.
Son 6 personas en la casucha alquilada en la que viven, y como tantas y tantas niñas en Yemen, su futuro es incierto, y depende de decisiones que los hombres de la familia tomarán sin que ella o su madre puedan hacer mucho por evitarlas.
Porque Nadira no tiene papá, murió en la guerra, y eso en Yemen significa que ella, su mamá Shaima y sus hermanos pasaron a depender del resto de hombres de la familia.
Shaima trabaja en varias casas, limpiando cocinando, recogiendo leña… y en el fondo de su corazón espera que si cada mes consigue algo de dinero para mantener a sus hijos, podrá evitar algunas de las decisiones que ella no desea para su pequeña familia.

Nadira está en quinto grado. A su edad, su mamá hacía mucho tiempo que había abandonado el colegio, se dedicaba todo el día a vender huevos y algunas verduras en la calle, y cuando cumplió 15 años la casaron con el padre de Nadira, un hombre de 30 años de su mismo pueblo.

Shaima no quiere eso para su hija. Cuando recuerda esos años, un escalofrío recorre su espalda. Si la guerra terminase, podría mantener a Nadira en el colegio unos años más, los suficientes para que los hombres de la familia no hiciesen lo mismo que hizo su padre con ella: romperle la infancia y la vida.
Hace un tiempo, Shaima supo de una escuela donde cada día las niñas recibían alimentos gracias a la ayuda de una pequeña organización. Pensó que si lograba llevar allí a Nadira no tendría que preocuparse por alimentarla hasta la noche, y los hermanos de su marido no empezarían a hablar de que la niña era una boca que mantener, que no podían pagar el precio que costaba tenerla y que probablemente la mejor opción sería entregarla en matrimonio a alguna familia que necesitase ayuda en las tareas del hogar, y donde hubiese un hombre que pudiese pagar una dote por ella y entregar algunos animales a cambio.

Shaima logró que aceptaran a su hija en el colegio, y desde hace 2 años respira un poco más tranquila. Reza cada día pidiendo que la escuela no sea bombardeada, que sigan recibiendo la ayuda para dar alimentos y que sus hijos regresen sanos y salvos a casa.

Pero sabe que en cualquier momento, todo puede cambiar…
De vez en cuando los hombres de la familia se reúnen y hablan de la niña, de que va creciendo, de que para qué le servirá tanto estudio… Shaima aprieta los dientes, pero tercamente, cada mañana muy muy temprano, despierta a Nadira y a Mohamed y se asegura que emprenden camino al colegio. No puede darles nada para desayunar, se van con el estómago vacío, pero sonríe pensando que en la tarde, si ha tocado bocadillo de atún y mango en el colegio, Nadira regresará con una sonrisa y cantando por el camino.
Porque Nadira adora los mangos, pero en casa jamás los come.
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